Vi al fuego desvanecerse frente a
mi cuerpo hace escasamente varias semanas, un ardor puro en cuerpo y alma que
acabó sepultado bajo una aglomeración de fango, completamente rodeado de hojas
rindiéndole tributo con una serie de pigmentos semejantes pero más taciturnos.
El atardecer se hundía por uno de
los costados del bosque, ni si quiera sé cuánto tiempo permanecí inmóvil ante
aquel paraje esperando, sin éxito, que alguna chispa lo hiciera resurgir asemejándose
a un fénix, pero aquel lugar, cada vez más gélido y húmedo, entorpecía que
sucediese.
Mi sentido común suplicaba con
clamor que me alejase y dejara de martirizarme, mi obcecado corazón exigía que
permaneciese allí, que no renunciase a todo aquello que me había hecho sentir y
que hoy se ubicaba aislado a centímetros; de cualquier manera mis extremidades
entumecidas por el clima rehuían el hecho de marchar.
Mis ojos, no menos empapados que
cualquier elemento cercano, se ausentaban dejando que mi cerebro proyectara un
encadenamiento de imágenes a cámara lenta. Todo ello provocaba punzadas en mi
pecho, puñaladas de un dolor insoportable e invisible que jamás iba a volatilizarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario