10 de diciembre de 2014

Resurgir.

Vi al fuego desvanecerse frente a mi cuerpo hace escasamente varias semanas, un ardor puro en cuerpo y alma que acabó sepultado bajo una aglomeración de fango, completamente rodeado de hojas rindiéndole tributo con una serie de pigmentos semejantes pero más taciturnos.

El atardecer se hundía por uno de los costados del bosque, ni si quiera sé cuánto tiempo permanecí inmóvil ante aquel paraje esperando, sin éxito, que alguna chispa lo hiciera resurgir asemejándose a un fénix, pero aquel lugar, cada vez más gélido y húmedo, entorpecía que sucediese.

Mi sentido común suplicaba con clamor que me alejase y dejara de martirizarme, mi obcecado corazón exigía que permaneciese allí, que no renunciase a todo aquello que me había hecho sentir y que hoy se ubicaba aislado a centímetros; de cualquier manera mis extremidades entumecidas por el clima rehuían el hecho de marchar.

Mis ojos, no menos empapados que cualquier elemento cercano, se ausentaban dejando que mi cerebro proyectara un encadenamiento de imágenes a cámara lenta. Todo ello provocaba punzadas en mi pecho, puñaladas de un dolor insoportable e invisible que jamás iba a volatilizarse.


Con esto solo he logrado deducir algo que ya sabía: si hay algo más doloroso que observar algo que amas exánime es contemplarlo durante todo el proceso de su fallecimiento y no poder hacer nada para evitarlo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario