30 de julio de 2014

Dicen.

Dicen que los escritores escriben sobre lo que no entienden. Hace tiempo que escribo sobre la vida y sé demasiado sobre la muerte, que mis rodillas ya no tiemblan cuando pasa algo malo porque se han acostumbrado a las desgracias.

Mi vida está llena de cajones entre abiertos y libros de cuando era niña en una estantería, una ventana abierta con la persiana medio bajada y los pájaros cantando fuera en el rellano, qué felices, parecen libres incluso; libres de la muerte esa que nos persigue a todos y que otros vamos buscando.


Nueva York, Manhattan, Los Ángeles, esas ciudades llenas de pisos y rascacielos; no sé si la gente lo hace porque le tiene miedo al infierno y piensa que es una manera más fácil de no llegar allí, aunque quién va a asegurarles que el cielo está a miles de kilómetros por encima de nuestras cabezas; pero hay gente que se tira desde arriba, que cae desde el ascensor hasta la planta menos tres, gente que revive de sus cenizas para volver a caer, gente que mirando a través de esta ventana solo ve vida porque a lo mejor es lo que tanto desean y que nunca antes realmente habían vivido, porque una cosa es estar vivo y otra cosa es estar viviendo, pero qué le importa a la gente la diferencia si aquí las palabras ya no tienen sentido, la realidad se tapa con una cortina llena de mentiras que nadie quiere abrir porque somos más felices así, sin saber nada, pero, el día que alguien la abra el mundo de verdad sufrirá como ella ya había sufrido.


21 de julio de 2014

¿Había de verdad tanta diferencia?

Yacía tranquilamente en el salón, hacía tiempo que se escapaba a aquel espacio de la casa, temía dormir en su habitación tanto como a la propia vida. Súbitamente selló intensamente los ojos, algo la turbaba, la velocidad de su respiración había incrementado considerablemente y temblaba pero seguía durmiendo, ¿qué estaría ocurriendo dentro de su cabeza?

Se despierta sobresaltada con un grito ahogado y los ojos como platos, suspira y esconde su esquelético cuerpo con la manta de lana que compró un día cualquiera. Vigila cada centímetro de la habitación con movimientos rápidos pero silenciosos y se niega a dormir, las pesadillas habían conseguido inquietarla, le aprisionaban. Teme cerrar los ojos porque eso significa volver al infierno: un sitio frío y solitario, apartado de cualquier contacto exterior en el que sus ruegos no iban a ser escuchados. Se estaba acostumbrando a aquello demasiado rápido y no tenía ninguna necesidad de escapar: comenzaba a convertirse en su hogar.

Posó los pies en el frío parqué y obtuvo un escalofrío como respuesta, se aproximó a la vitrina y tomó un vaso y una botella de cristal, recogió su paquete de camel junto a su móvil y comenzó a liarse un cigarrillo, <<de algo hay que morir>> pensó.

Huía de la realidad con una copa de whisky en las manos, un cigarrillo en el precipicio de sus labios y una canción triste; parecía que intentaba desafiar a algún poeta con aquella mirada afligida, cualquiera se habría jugado la vida solo por pasar unos segundos allí y escribir algo triste pero bonito, como hacían los escritores que ella admiraba.

Su cerebro que había despertado realmente escasos minutos atrás, repasaba cada momento del delirio que había sufrido su cuerpo y había algo que no cuadraba: ¿había de verdad tanta diferencia entre el infierno y la realidad?