Dicen que los escritores escriben sobre lo que no
entienden. Hace tiempo que escribo sobre la vida y sé demasiado sobre la
muerte, que mis rodillas ya no tiemblan cuando pasa algo malo porque se han acostumbrado
a las desgracias.
Mi vida está llena de cajones entre abiertos y
libros de cuando era niña en una estantería, una ventana abierta con la
persiana medio bajada y los pájaros cantando fuera en el rellano, qué felices,
parecen libres incluso; libres de la muerte esa que nos persigue a todos y que
otros vamos buscando.
Nueva York, Manhattan, Los Ángeles, esas ciudades
llenas de pisos y rascacielos; no sé si la gente lo hace porque le tiene miedo
al infierno y piensa que es una manera más fácil de no llegar allí, aunque
quién va a asegurarles que el cielo está a miles de kilómetros por encima de
nuestras cabezas; pero hay gente que se tira desde arriba, que cae desde el
ascensor hasta la planta menos tres, gente que revive de sus cenizas para
volver a caer, gente que mirando a través de esta ventana solo ve vida porque a
lo mejor es lo que tanto desean y que nunca antes realmente habían vivido, porque
una cosa es estar vivo y otra cosa es estar viviendo, pero qué le importa a la
gente la diferencia si aquí las palabras ya no tienen sentido, la realidad se
tapa con una cortina llena de mentiras que nadie quiere abrir porque somos más
felices así, sin saber nada, pero, el día que alguien la abra el mundo de
verdad sufrirá como ella ya había sufrido.